viernes, 30 de enero de 2009

Deep silence

- No hay gran diferencia entre la hierba y el mar- pensé en voz alta.
Me encontraba encaramado en lo alto del muro que rodeaba al monasterio. Un viento intenso y agradable soplaba golpeando mi cara y agitando mi manto. El olor del incienso aún adherido a mis ropas, entonaba una dulce sonata al compás del séfiro.
El sol comenzaba a ocultarse, cercano a rozar sus labios contra el horizonte. Solté un profundo suspiro, que se confundió entre el viento y desapareció hasta morir.
- ¿Qué te hace pensar eso?- murmuró una voz suave a mis espaldas.
No fue necesario voltearme, conocía demasiado bien aquella voz tierna y cariñosa, inspiradora de confianza, como para creer necesario el escrutar el rostro que la acompañaba.
Aplacando la alocada danza de mi manto con una mano, estiré la otra hacia abajo. Noté como una mano amiga la estrechaba con fuerza y la usaba de sostén para subir al muro. Un aroma suave y hogareño acompañaba al muchacho que, con cuidado, se sentaba a mi lado.
Cerré los ojos durante un momento, intentando plasmar aquellos detalles en mi memoria. Su sonrisa cálida y afectuosa, el contorno de su rostro, sus ojos atentos, escrutando el horizonte. El rostro de un amigo valía mas que la luz de mil soles.
- Mirá como se agita la hierba, allá abajo- dije, en respuesta a su pregunta, señalando hacia la larga hierba que crecía en los campos que rodeaban al monasterio.
Nos asomamos para contemplar mejor como la hierba danzaba al viento.
- Me recuerda tanto a las olas del mar- murmuré.
Sin poder contenerme un segundo mas, volví a suspirar. El sol había alcanzado por fin el filo del horizonte, y ahora moría en un abrazo eterno, sangrando a la vez que la noche se extendía como un amante por sobre el mundo.
- Puede ser...- murmuró, asintiendo con la cabeza.
Le miré de reojo por un instante, el pelo comenzaba a crecerle nuevamente. Me pregunté si lo mismo me estaría sucediendo a mi.
- ¿Cuando fue la primera vez que nos sentamos acá?- preguntó distraído.
Intenté concentrarme, apartar mi mente durante un momento del enternecedor espectáculo que ofrecía la muerte del sol.
- Hace ciento trece años- dije, por fin.
Nos miramos durante unos segundos, para estallar en carcajadas.
Intentando no caer, refrené mi risa y me incorporé. Podría caminar media hora antes de que la forma de los muros se volviera insalvable.
- ¿Vas a caminar?- preguntó su voz, alsándose por sobre mis pensamientos.
- Me apetece un poco mas volar. El viento es demasiado tentador- reconocí con una sonrisa.
Me voltée para verle abrir la boca, pero todo cayó a pedazos en ese instante.
Abri mis ojos, notando como comenzaban a llenarse de lágrimas.
El monasterio había desaparecido.
Mi manto se había volado tras un cruel viento que olía a desesperación.
Miré mis manos... el mudo recuerdo de la piel joven.
A mi alrededor... una imagen de mis ojos, rota en mil fragmentos, me miraba burlonamente.
En mi mochila reposaba una carta que jamás había entregado.
La contemplé durante unos instantes.
A sabiendas de que ya no podría volver al monasterio, dejé caer una lágrima sobre el papel blanco inmaculado. Todas mis emociones contenidas en una lágrima. Todas mis lágrimas contenidas en una emoción.
Suspiré, sin poder contenerme. Incluso los suspiros habían cambiado. Como vidrio molido, enceguecían mis pulmones.
No me molesté en buscarlo con la mirada.
No me molesté en tender una mano que nadie necesitaba.
No me molesté en apreciar el mudo sacrificio del sol, porque apenas pasaba del mediodía.
No me molesté en volver a pensar en como sería si...
Simplemente no me molesté.
A lo lejos veía pasar una figura distante. Definitivamente había despertado.

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