lunes, 5 de enero de 2009

Caminando por el bosque, entre flores vi que había...

Una vez más me encontraba ante sus ojos.
Una vez más mi rostro se reflejaba en aquella laguna de sueños.
Sentía que una parte de mi, aquella tan acostumbrada a estar sola, caía y moría.
Sin dejar de contemplar su rostro, estiré la mano para acariciar al pequeño cachorro de lobo que se había acercado hacia mí, emergiendo de entre los árboles.
Me lamió la mano, cariñosamente.
Un suspiro emergió desde lo más profundo de mi ser. Un suspiro profundo que expresaba en el más sencillo de los lenguajes todos los sentimientos que no podía expresar de otra forma: La soledad que me invadía. La tristeza y la amargura, por quienes yo había derramado tantas lágrimas perdidas. Una creciente felicidad en mi interior, que prevalecía ante todo. Y aquél sentimiento desconocido que no supe como llamar.
No se llamaba cariño.
No se llamaba odio.
No se llamaba amistad.
No se llamaba compañerismo.
No se llamaba familiaridad.
Tenía algún otro nombre, algún otro nombre que, hacía ya miles de años, era tan conocido como la luna que brillaba cada noche por sobre cien cabezas. Un nombre que hoy se había olvidado, a pesar de que todos recordaban cuan hermoso era.
Me han dicho los más ancianos que ese nombre aún brilla en nuestros corazones, que esa es la razón de que podamos sentirlo si nos atrevemos a ir un poco más allá.
Tras restregar su hocico contra mi mano, el pequeño cachorro de lobo abandonó aquél claro oculto en el bosque. Aquél hermano que me había acompañado durante tantos años, aquél que había permanecido a mi lado disfrutando de mi compañía y permitiéndome a mi disfrutar de la suya, súbitamente había comprendido que cada quien debía seguir por su camino, para en un futuro próximo volver a encontrarnos.
Contemplé su pelaje plateado, como las hebras que tejen la luna, y sonreí ligeramente.
Volví mi vista nuevamente hacia ese rostro acaramelado. Esos ojos cuya luz y calor yo podía sentir cada vez con mas fuerza.
Volví a sumergirme en su mirada, a deslizarme por el contorno de sus labios. Ahogándome dulcemente en sus mejillas, sentía que no existía nada más.
Una leve brisa comenzó a soplar, jugueteando con sus cabellos oscuros. Sin poder evitarlo un segundo más, me incliné hacia delante y la estreché en un fuerte abrazo. Hundiendo mi rostro en la cálida espesura de su pelo. Muriéndome, muriendo un poco más, cada vez que mi corazón latía siguiendo el compás del suyo.
Algo dentro de mí luchaba por salir. Algo oculto y prohibido gritaba por rebelarse y emerger de entre las sombras para encontrar la luz de un nuevo amanecer. Tomé sus manos sedosas y me acerqué a sus labios, esperando destrozarme como un globo que se pincha.
Súbitamente recordé aquellas palabras. Cada fibra de su ser las susurraba, su pureza y belleza internas entonaban suavemente una melodía olvidada. La ternura de su sonrisa valía súbitamente más que un millón de palabras.
Incliné mi cabeza levemente hacia abajo, y susurré las palabras que acabarían, quizá, con mis últimos latidos y se llevarían mi vida como las hojas al viento.

Te amo

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